julio 05, 2010
lunes, otra vez
Los lunes me levanto (demasiado) temprano. Maldigo la hora, le doy un beso (si estuviere) y me voy al dojo. Siento los músculos de las piernas. No, no los veo: siguen ocultos debajo de la grasa que los redondea y los naranjea. Pero los siento. Están ahí, soportando un centro que pretende a la vez pesar una tonelada y ser ligero como pluma. Sudo, me ducho, me tomo un té (si hubiere con quién) y (si no) me voy. Doy una clase de inglés. Mi alumno, que quiere psicoanalizarse en inglés, discute un podcast sobre el quarter-life crisis. Nos reímos del concepto pero nos preguntamos por esta depresión generalizada que (¿nos?) impide a los jóvenes desear. Me como un sánguche o un nigiri, me subo a un tren, abro un libro e indefectiblemente caigo dormida dos frases después. Despierto una estación antes con el mismo susto de siempre de pasarme de largo. Una mujer me recoge en su carro y doy otra clase. Hablamos de comida, de flores, de viajes, o de maridos. El marido de una diseñó la rosa azul. El marido de otra tiene un puesto de ejecutivo. El marido de otra cultiva hortalizas. El marido de otra viaja a Alemania con frecuencia. Me río un poquito del matrimonio, pero lo disimulo bien. Me subo al carro, a la estación, al tren, a la bicicleta. Vuelvo a casa y lavo el kimono de aikido que para esta altura del día, apesta. Me ducho, me fumo un pucho, salgo a dar otra clase. Ella no habla, no sabe hablar, pero qué bien usa las manos, los gestos, los ojos. Me tomo un café y pienso en qué voy a comer a la noche. Pasta, probablemente. Los lunes son de pasta.
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