mi madre dice que a los cinco años, cuando regresaba del colegio, yo sacaba del fondo de la garganta un hola con corazón de trueno, tiraba el maletín en una silla y empezaba a hablar sin parar de lo que había pasado durante el día. "cual hidrante sin tapa". todas las tardes regresaba también mi hermano, apenas tres años mayor, al que un día tuve que defender de un par de brutos que le querían quitar la regla roja que le habían regalado en su primera comunión. mi madre, con su usual repartición equitativa de atención y cariño, le preguntaba a su turno cómo había estado su día. "bieeeen", respondía él. yo no podía entender cómo no contaba de la leche que se le había estallado a su compañero de curso, o del profesor nuevo que tenía nombre de pájaro y al que los alumnos llamaban silbando. pero mi hermano no decía nada. era un poco como si estuvieramos hechos de material distinto: yo no podía procesar el día si no lo contaba, si no amarraba los eventos a las ideas y a los recuerdos. él quizás sentiría que la red de hechos de un día se podría deshilvanar si intentara sacarla por la boca.
pero crecimos: él hizo cuentería postadolescente y se convirtió en profesor y conferencista, y yo aprendí a hablar en muchas lenguas que nadie entiende y nadie oye. él ahora habla sin parar y yo no puedo empezar a articular palabras.
sin embargo, este post no es sobre mi hermano.
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