julio 20, 2009

cosas que hago mientras debería estar escribiendo la tesis

DIEZ NOCHES DE SUEÑO
NATSUME SOSEKI
(traducción de la casa-obvio)

Primera noche.

Tuve este sueño.

Estaba cruzado de brazos, sentado en la cabecera de la cama sobre la que una mujer, acostada boca arriba, dijo en voz baja: “ya pronto moriré”. La larga melena de la mujer se desplegaba sobre la almohada, y justo en el medio de ella se recostaba su rostro, delgado y de finos rasgos. En el fondo de las mejillas blancas resplandecía levemente el tibio color de la sangre; sus labios, por supuesto, eran rojos. No parecía en absoluto a punto de morir. Sin embargo, la mujer había dicho claramente, aunque en voz baja, que iba a morir. También yo estuve a punto de pensar que sin duda moriría. Entonces, mirándola desde arriba le pregunté, “¿De verdad? ¿De verdad vas a morir?”. “Por supuesto que sí”, dijo la mujer abriendo los ojos de par en par. Esos ojos húmedos, envueltos por largas pestañas, eran negros, absolutamente negros. Sobre el fondo de las negrísimas pupilas, flotaba vívidamente mi propia imagen.
Contemplando el brillo de estos ojos negros, de mirada tan profunda que me hacían sentir transparente, pensé que era imposible que muriera. Así que, cortésmente, acerqué mi boca a la almohada y le dije de nuevo que tal vez no moriría, que tal vez todo estaría bien. La mujer, con sus negros ojos, somnolientos pero atentos, y por supuesto en voz baja, dijo: “Pero voy a morir y no hay nada que hacer”.
Le pregunté con total seriedad, “Entonces, ¿puedes ver mi cara?” y ella, dejando ver una sonrisita, dijo: “¿Que si te veo? ¿Y es que acaso no te estás reflejando aquí?”. Me callé y aparté mi cara de la almohada. Con los brazos aún cruzados pensé que sea como fuera, iba a morir.
Poco después, la mujer volvió a decir:
“Cuando muera, entiérrame, por favor. Cava un hueco con una gran concha de madreperla. Como lápida pon los restos de una estrella caída del cielo. Y espérame junto a la tumba. Yo volveré para verte”.
Le pregunté cuándo vendría a verme.
“El sol se levantará. Y después se ocultará. Y después saldrá de nuevo, y se ocultará de nuevo. Mientras se levanta y se oculta de oriente a occidente, el sol rojo de oriente a occidente, ¿podrás esperarme?
Yo asentí en silencio. La mujer, dejando atrás el suave tono, dijo con voz firme: “Espérame durante cien años”.
“Cien años. Espérame sentado junto a mi tumba. Sin falta volveré para verte”.
Sólo le contesté que esperaría. Y entonces, mi propia imagen, que hasta ese momento se había reflejado límpidamente en las negras pupilas, empezó a desvanecerse lentamente. Mientras pensaba que se diluía como al agitar la sombra que proyecta el agua que fluye suavemente, la mujer cerró de un golpe los ojos. Por entre las largas pestañas brotaron lágrimas que corrieron hasta sus mejillas. Había muerto.
Salí al jardín, y con una concha de madreperla cavé un hueco. Era una gran concha brillante de borde afilado. Cada vez que sacaba tierra, la luz de la luna se reflejaba en el interior de la concha. Sentí el olor de la tierra húmeda. En poco tiempo terminé de cavar el hueco y enterré a la mujer. Y con cuidado, eché encima la blanda tierra. Cada vez que echaba tierra, la luz de la luna se reflejaba en el interior de la concha.
Después recogí un pedazo de estrella caída y lentamente la puse sobre la tierra. Era redondo. Pensé que durante su larga caída a través del cielo, habría perdido todas sus aristas y se habría convertido en esta figura lisa. Mientras lo levantaba del suelo y lo ponía sobre la tierra, sentí mi mano y mi pecho levemente tibios.
Me senté sobre el musgo. Pensé que esperaría así durante cien años, crucé los brazos y miré la redonda lápida. Pronto, tal como la mujer había dicho, el sol salió por el oriente. Un gran sol rojo. Y después, tal como la mujer había dicho, en poco tiempo se ocultó en el occidente. Rojo como estaba, cayó de repente. “Uno”, conté.
Al poco tiempo se levantó de nuevo un cielo bermejo. Y en silencio se ocultó. Volví a contar: “dos”.
Así, mientras contaba “uno, dos...”, perdí la cuenta de cuántos soles rojos había visto. Por más que contara y contara, infinitos soles rojos seguían desfilando por encima de mi cabeza, y aún no pasaban los cien años. Finalmente, miré la piedra redonda cubierta de musgo y comencé a pensar que quizás la mujer me había engañado.
Entonces, desde debajo de la piedra un tallo verde comenzó a brotar en dirección a mí. Lo vi crecer frente a mis ojos y detenerse justo a la altura de mi pecho. Al instante, en la punta del tallo, que se mecía delicadamente, un capullo largo y delgado, con el cuello ligeramenete inclinado, abrió sus pétalos de par en par. El perfume del lirio blanco junto a mi nariz era tan fuerte que parecía penetrarme hasta los huesos. Desde muy arriba cayó una gota de rocío e hizo que la flor se meciera con su peso. Me incliné hacia adelante y besé los pétalos blancos, húmedos de rocío fresco. Tan pronto aparté mi rostro del lirio y miré al lejano firmamento, vi brillar un único lucero del alba.

Entonces me di cuenta: “¡Ah, ya pasaron cien años!”

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