octubre 27, 2007

consulta (2)

¿recuerdan que hace unos meses les hice una pregunta? bueno, todavía no estoy muy lista para revelar toda la verdad del asunto, pero tengo una nueva consulta para hacer. se trata de una una traduccioncita nueva de un cuento viejo (del japonés al español sin intermediarios). si hubiera quien lo leyere y lo comentare, yo le estuviere eternamente agradecida.
conste que es largo, ¿eh?
ahí va:

EN UN BOSQUE

Relato de un leñador interrogado por el oficial del Kebiishi
[1]

Así es. Es cierto que fui yo quien encontró ese cadáver. Esta mañana, como siempre, me dirigía a las montañas traseras a cortar cedros. El cadáver estaba en un bosque en las faldas de la montaña. ¿El lugar, dice? Digamos que a unos cuatro o cinco Cho
[2] del camino de herradura de Yamashina. Es un sitio desolado, donde en medio de los bambúes crecen algunos cedros delgados.
El cadáver, tendido boca arriba, todavía llevaba puestos un traje de color celeste y un sombrero al estilo de la capital. Pero sobre todo, tenía una estocada en el pecho, que bien podía haber sido hecha de un solo golpe, y las hojas de bambú a su alrededor parecían pintadas de carmín. No, la sangre ya no corría. La herida parecía seca. Además, sobre ella había un tábano tan pegado que no sintió mis pasos.
¿Que si no vi una espada o algo por el estilo? No, no había nada de eso. Tan sólo, al pie del cedro junto a él había una cuerda tirada. Además de eso... ¡ah, sí!, además de la cuerda había una peineta. Sólo había estos dos objetos cerca del cadáver. Eso sí, la hierba y las hojas secas de los bambúes estaban pisoteadas y esparcidas por todas partes, así es que es seguro que el hombre cayó en un ataque violento antes de ser asesinado. ¿Que si no había un caballo allí? Ese no es un lugar al que pudiera entrar un caballo ni nada que se le parezca. Verá, el camino de herradura se encuentra bastante apartado de este bosque.

Relato de un monje errante interrogado por el oficial del Kebiishi

A ese hombre que ahora es un cadáver lo vi ayer, estoy seguro. Ayer a las... a ver, hacia el mediodía, digamos. ¿El lugar? Algún punto en el camino que conduce de Sekiyama a Yamashina. El hombre caminaba junto a la mujer, que iba a caballo, en dirección hacia Sekiyama. Ella llevaba puesto un sombrero con velo por lo que no vi su rostro. Lo único que pude ver fue el color de su kimono, una especie de púrpura. El caballo era un palomino... con las crines cortadas, creo. ¿La talla, dice? ¿Unos cuatro Ki
[3], quizás? Soy un monje, verá, por lo tanto no sé mucho de esos asuntos. El hombre... tenía una espada al cinto y llevaba arco y flechas. En este momento recuerdo sobre todo su carcaj pintado de negro, lleno con unas veinte flechas.
No habría pensado ni en sueños que ese hombre pudiera terminar de esta manera. Realmente la vida de los hombres es efímera como el rocío de la mañana y la luz del relámpago
[4]. ¡Ah, qué asunto tan indescriptiblemente triste!

Relato de un soplón
[5] interrogado por el oficial del Kebiishi

¿El hombre que atrapé? Éste sin ninguna duda es el famoso ladrón llamado Tajómaru. Cuando lo atrapé parecía haberse caído del caballo, y estaba gimiendo sobre el puente de piedra en Awadaguchi. ¿La hora, dice? Entre las siete y las nueve de anoche. La otra vez, cuando consiguió escaparse, también llevaba puesto este traje azul oscuro, y tenía al cinto la espada grabada. Sin embargo, ahora además lleva, como usted puede verlo, arco y flechas. ¿Es eso cierto? ¿Eran de aquel hombre? Entonces no hay ninguna duda de que quien cometió el asesinato fue Tajómaru. ¡El arco encintado de cuero, el carcaj pintado de negro y las diecisiete flechas con pluma de halcón, todas eran cosas que llevaba el hombre! Sí. Tal como usted lo ha dicho, el caballo era un palomino de crines cortadas. Sin duda era su destino que esa bestia lo tirara al piso. Estaba un poco más allá del puente de piedra, con las largas riendas aún puestas, comiendo tallos tiernos a la vera del camino.
Tajómaru es famoso entre los ladrones que vagan en la capital por perseguir a las mujeres. En otoño del año pasado una dama que había venido en peregrinación y su sirvienta fueron asesinadas en la montaña que queda a espaldas del Píndola
[6] en el templo de Toribe, y se dice que fue obra de este individuo. Si resulta que en efecto fue él quien mató a aquel hombre, quién sabe a dónde llevaría a la mujer del caballo, o qué le haría. Perdone mi intromisión pero le ruego que investigue a fondo este asunto.

Relato de una anciana interrogada por el oficial del Kebiishi

Sí, el cadáver es del hombre con quien se casó mi hija. Pero no era de la capital. Era samurai del gobierno de la provincia de Wakasa. Su nombre era Kanazawa-no-Takehiro y tenía veintiséis años. No, señor; era un hombre amable y de buen corazón, no es posible que hubiera rencores contra él.
¿Mi hija? Se llama Masago y tiene diecinueve años. Es una mujer valiente como un varón, pero no había conocido ningún otro hombre además de Takehiro. Tiene la piel morena, un lunar en el rabillo del ojo izquierdo y la cara pequeña y ovalada.
Takehiro y mi hija partieron ayer hacia Wakasa. ¡No me explico cuál es la causa de lo ocurrido! Aunque deba resignarme a aceptar la suerte de mi yerno, no puedo evitar preocuparme por lo que haya sido de mi hija. Lo único que le ruega esta anciana es que por piedad descubra su paradero aunque tenga que buscarla por cielo y tierra. Como sea, a quien odio es a ese Tajómaru, o como se llame, a ese ladronzuelo. No sólo mi yerno, también mi hija...
(En adelante, el llanto le impide hablar).

Confesión de Tajómaru

Yo fui quien mató a ese hombre. Pero a la mujer no. ¿Que dónde está ahora? Eso tampoco yo lo sé. ¡Esperen, esperen! Por más que me torturen no puedo hablar de lo que no sé. Además, tal como se han puesto las cosas, he decidido no ocultar nada.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. En ese momento, el velo del sombrero se meció al ritmo del viento que soplaba y pude ver por un segundo el rostro de la mujer. En el instante en que me di cuenta de que lo había visto, ya estaba cubierto de nuevo. Quizás ésa fuera la causa de que me pareciera bello como el de un Bosatsu
[7]. Fue entonces cuando decidí que robaría a la mujer aunque tuviera que matar al hombre.
¿Y qué? Matar a un hombre no es un asunto tan grave como ustedes piensan. Como fuera, si iba a raptar a la mujer tenía que matar al marido. Cuando yo asesino utilizo el sable que llevo al cinto. En cambio ustedes no usan espadas; ustedes matan con el poder, matan con el dinero. A veces matan con palabras que fingen interés en los demás, ¿no es así? Claro, la sangre no corre y su víctima sigue impecablemente viva, pero aún así han asesinado. Si se piensa en la gravedad del crimen, no sé quién es peor, si ustedes o yo. (Sonrisa irónica)
Sin embargo, para mí habría sido suficiente robar a la mujer aun sin matar al hombre. Es más, el estado de ánimo de aquel momento me hizo decidir que haría lo posible para que así fuera. Pero en el camino de Yamashina tal cosa es imposible. Fue por eso que me las ingenié para internarme con ellos en la montaña.
Esto tampoco fue difícil. Me hice pasar por un viajero más y les conté la siguiente historia: en una montaña del otro lado había encontrado un montículo antiguo del que, al ser explorado, salieron grandes cantidades de espejos y espadas. Yo, sin decirle nada a nadie, había enterrado esos tesoros en un bosque en las faldas de la montaña. Si hubiera algún interesado, yo podría vendérselos a un buen precio... El hombre empezó rápidamente a interesarse en mi historia. Y entonces... ¿Qué les parece? ¿No es la codicia algo terrible? Y entonces, sólo unos instantes después, la pareja dirigía su caballo camino a la montaña como yo les indicaba.
Cuando llegamos al bosque, les dije “aquí está enterrado el tesoro, vengan a verlo”. Como el hombre estaba enceguecido por la codicia, no puso ningún reparo pero la mujer, sin bajarse del caballo, dijo que esperaría allí. A juzgar por la espesura de aquel bosque, era previsible que así ocurriera. Habían caído redondos en mi trampa. Me interné en el bosque con el hombre, dejando sola a la mujer.
Al principio, en el bosque no había más que bambúes. Pero después de andar un rato apareció un claro rodeado de cedros. ¡No podía haber lugar más adecuado para llevar a cabo mi plan! Mientras me abría paso entre el bosque, le dije, con un aire de seriedad, que el tesoro estaba enterrado al pie de uno de los cedros. Tan pronto dije esto, el hombre se dirigió a toda prisa hacia donde se veían unos cedros delgados que crecían justo donde comenzaban a ralear los bambúes. No había acabado de llegar allí cuando lo ataqué de súbito y lo derribé. El hombre también iba armado y parecía ser bastante fuerte, pero como el ataque fue de improviso no pudo oponer resistencia. En un santiamén, lo tenía amarrado al pie de un cedro. ¿La cuerda? Gracias a que soy un ladrón y no sé cuándo tendré que saltar un muro, siempre llevo una conmigo. Por supuesto, para evitar que gritara, le llené la boca con hojas de bambú y ya no tenía que preocuparme por nada más.
Cuando me hube encargado del hombre, volví a donde la mujer y le dije que su marido se había enfermado de repente, que debía venir a verlo enseguida. No tengo que decir que aquí también di en el blanco. La mujer, sin ponerse de nuevo el sombrero, se dejó llevar de la mano hacia el interior del bosque. Pero tan pronto llegó allí y vio a su marido amarrado al pie del cedro, desenvainó una daga que no sé en qué momento se sacó de entre el pecho. Hasta ahora nunca había visto una mujer con un temperamento tan violento. Si en ese instante hubiera bajado la guardia, me habría perforado el costado de un golpe. En alguno de sus incesantes ataques habría podido causarme una buena herida. Pero después de todo yo soy Tajómaru, así es que aún sin sacar mi arma conseguí finalmente quitarle la daga. Por más valiente que sea, una mujer desarmada no puede hacer nada. Al fin, tal como lo había pensado, pude tener a la mujer sin quitarle la vida al hombre.
Así es, sin quitarle la vida. Hasta ese momento yo no tenía ninguna intención de matar al hombre. Pero el asunto es que, cuando estaba a punto de huir del bosque, dejando atrás a la mujer que lloraba tendida en el piso, sentí que de repente ésta se aferraba a mi brazo como una loca. La oí decir con gritos entrecortados que alguno de los dos, su marido o yo, debía morir. “Que dos hombres conozcan mi vergüenza es mucho más duro que la muerte”, agregó. Es más, entre jadeos dijo que se iría con el hombre que sobreviviera. En ese momento sentí el impulso violento de matar a aquel hombre. (Estremecimiento lúgubre)
Seguro que al decir esto pensarán que soy más cruel que ustedes. Pero si lo hacen, es porque no vieron el rostro de aquella mujer. Sobre todo no vieron sus pupilas en aquel instante, pupilas que parecían arder. Cuando la miré a los ojos, pensé que aunque me partiera un rayo tenía que hacerla mi esposa. Era lo único que podía pensar, en hacerla mía. No se trata, como ustedes imaginan, de un vulgar deseo sexual. Si en aquel momento no hubiera habido nada más que lascivia, bien podría haberla pateado y largarme de ahí, ¿verdad? Si así fuera, mi espada no se habría manchado con la sangre del hombre. Pero en el instante en que vi el rostro de la mujer en la penumbra del bosque, decidí no salir de allí sin antes asesinarlo a él.
Sin embargo, ya que iba a matarlo, no quería darle una muerte vil. Liberé al hombre de sus ataduras y lo reté a un duelo. (La cuerda que encontraron al pie del cedro fue la que dejé entonces olvidada allí). El hombre, con la misma expresión alterada, desenvainó una katana gruesa y, sin decir una palabra, se arrojó lleno de cólera hacia mí. No tengo qué decir en qué resultó ese cruce de espadas. Mi katana le atravesó el pecho a los veintitrés golpes. Veintitrés golpes... les ruego que no olviden esto. Aún ahora semejante cosa me parece digna de admiración. No hay sobre esta tierra nadie que haya cruzado más de veinte golpes conmigo, aparte de aquel hombre. (Sonrisa jovial).
Mientras él caía derribado y yo bajaba mi espada teñida de sangre, me volví hacia la mujer. ¿Y qué veo? ¡No estaba por ningún lado! Intenté buscarla por entre los cedros, pero no había sobre las hojas muertas ningún rastro. Intenté escuchar con atención, pero sólo se oían los gemidos del hombre agonizante.
Puede ser que ni bien había empezado el cruce de espadas, la mujer hubiera salido huyendo del bosque en busca de ayuda. Tan pronto pensé en esto, me di cuenta de que ahora era mi vida la que estaba en peligro, así es que robé la espada, el arco y las flechas y salí de nuevo hacia el camino de herradura. Allí todavía estaba el caballo de la mujer, pastando tranquilamente. Contarles lo que ocurrió después es hablar en vano. Sólo diré que antes de entrar en la capital me había deshecho de la espada. Esta es toda mi confesión. Siempre supe que algún día mi cuello colgaría de la copa de un árbol, así es que bien pueden condenarme a la pena capital. (Actitud triunfal).

Confesión de una mujer en el templo de Kyomizu

Después de ultrajarme, aquel hombre vestido de azul miró a mi esposo, que estaba amarrado, y se rió con burla. ¡Cuán resentido debía estar mi marido! Por más que se retorciera, sólo conseguía que la cuerda se enterrara más hondo en su cuerpo. Sin pensarlo, corrí desesperadamente hacia él. Bueno, en realidad intenté hacerlo pero en ese instante el bandido me arrojó al piso de una patada. Fue entonces cuando me di cuenta de que en los ojos de mi marido había un fulgor indescriptible. Algo inenarrable... Aun ahora, no puedo evitar estremecerme al recordar aquellos ojos. Mi esposo, sin decir ni una sola palabra, me transmitió con ellos todo lo que tenía en el corazón. Sin embargo, aquél no era un destello de ira ni de tristeza. Era sólo una luz helada de desprecio hacia mí. Más adolorida por el brillo de aquellos ojos que por el golpe del bandido, dejé escapar un grito y me desvanecí.
Al poco tiempo, cuando por fin recobré el conocimiento, el hombre del traje azul ya se había marchado. El único rastro que había dejado tras de sí, era mi esposo, que seguía amarrado al pie del cedro. Por fin pude incorporarme sobre las hojas muertas de bambú y miré fijamente el rostro de mi marido. Sin embargo, el brillo de sus ojos no había cambiado ni un poco. En ellos, además del frío desprecio, vi aparecer un dejo de odio. Vergüenza, tristeza, enojo…No sé cómo describir lo que pasaba por mi corazón en aquel momento. Me levanté tambaleando y me acerqué a él.
“Takehiro. Como se han puesto las cosas, creo que es imposible para mí seguir contigo. He decidido morir. Sin embargo… Sin embargo, te pido que tú también mueras. Tú has visto mi vergüenza. No puedo permitirte que sigas con vida”.
Hice un gran esfuerzo para decir esto, pero mi marido no hacía más que fijar en mí aquella mirada de desprecio. Yo, conteniendo el corazón que se me partía dentro del pecho, busqué la espada de mi esposo. Pero el ladrón debía habérsela llevado, porque ni ésta ni el arco ni las flechas estaban por ningún lado. Afortunadamente, a mis pies había tirada una daga. La apunté hacia mi esposo y le hablé una vez más.
“Bien, te pido que me entregues tu vida. Yo te seguiré después”.
Cuando mi esposo oyó estas palabras, por fin se decidió a hablar. Pero, claro, como tenía la boca llena de hojas de bambú, no podía oírse su voz. Sin embargo, en seguida entendí lo que quería decirme. Con el mismo desprecio de antes me dijo una sola palabra: “Mátame”. Yo, como en un rapto, le hundí la daga en el pecho, a través de su vestido celeste.
Creo que en ese momento volví a perder el conocimiento. Cuando por fin pude volver a mirar a mi alrededor, mi esposo seguía amarrado al árbol pero ya hacía tiempo había dejado de respirar. La luz del poniente caía sobre aquél rostro pálido por entre los cedros y los bambúes. Conteniendo el llanto, solté al cadáver de sus amarras. Y entonces... ¿Qué fue de mí entonces? ¡No tengo ni fuerzas para decirlo! En todo caso, no tuve en absoluto el coraje para morir. Intenté toda suerte de cosas, clavarme el puñal en la garganta, arrojarme al lago al pie de la montaña... Pero aquí estoy, sin haber conseguido morir, así es que no tengo nada de qué enorgullecerme. (Sonrisa de desconsuelo). Quizás a las personas cobardes como yo incluso la Kannon
[8] de la gran compasión las abandona... ¿Qué será de mí, que fui ultrajada por un ladrón, que asesiné a mi esposo? ¿Qué será de mí? Yo... (Intenso y repentino sollozo).

Relato del espíritu, a través de una sacerdotisa

Después de violar a mi esposa, el ladrón, sentado tal cual estaba, se puso a consolarla. Yo, por supuesto, no dije ni una palabra. No podía ni moverme, amarrado como estaba al pie del cedro. Sin embargo, mientras tanto, miré varias veces a mi esposa, como queriendo hablarle con los ojos. “No le creas ni una palabra a este tipo, todo lo que te dice es mentira”... era esto lo que quería decirle. Pero ella, sentada con un aire de desconsuelo sobre las hojas de bambú, sólo miraba fijamente su regazo. ¿Estaba acaso prestando atención a las palabras del ladrón? Me retorcí de los celos. El ladrón continuó hábilmente con sus palabras. “Una vez que una mujer ha sido deshonrada, es imposible componer la relación con su marido. En lugar de seguir con tu esposo, ¿no querrías volverte mi mujer? Fue porque me pareciste adorable que cometí tal atrevimiento...”. El ladrón no usaba más que tales osados argumentos.
Al oír las palabras del ladrón, mi mujer levantó el rostro con un gesto de embeleso. Juro que nunca la había visto tan hermosa como en aquel momento. ¿Y qué respondió aquella hermosa mujer, frente a su encadenado marido? Aun penando en el más allá, cuando recuerdo sus palabras no puedo evitar arder de la rabia.
He aquí lo que le dijo: “Bien, llévame a donde quieras”. (Largo silencio).
Pero el crimen de mi esposa no para aquí. Si así fuera, yo no estaría sufriendo como ahora en esta oscuridad. Como entre sueños, se dejó tomar la mano del ladrón y cuando estaba a punto de salir del bosque, palideció repentinamente y señaló hacia el pie del cedro donde yo me encontraba. Gritó varias veces como enloquecida: “Mata a ese hombre, por favor. Mientras él esté vivo yo no podré estar contigo”. “¡Mátalo, mátalo!”; aún ahora estas palabras son como un vendaval que busca arrojarme al fondo de la lejana oscuridad. ¿Habrán salido alguna vez de la boca de algún humano tan odiosas palabras? ¿Habrán llegado alguna vez a oídos de algún humano tan maldicientes palabras? ¿Habrán, alguna vez...? (Estalla de repente una risa burlona). Cuando el ladrón la escuchó decir esto, fue él quien palideció de repente. Mi esposa se aferraba a su brazo mientras gritaba una y otra vez “¡Mátalo por favor!”. El ladrón la miró fijamente y antes que responder si lo haría o no, la tiró de una patada sobre las hojas de bambú. (De nuevo, un estallido de risa socarrona). El ladrón se cruzó de brazos en silencio y volvió su mirada hacia mí. “¿Qué quieres hacer con ella? ¿La mato o la dejo con vida? Sólo tienes que asentir con la cabeza. ¿La mato?”. Sólo por estas palabras podría perdonar los crímenes del ladrón. (De nuevo, un largo silencio).
Mientras yo vacilaba, mi mujer lanzó un grito y huyó corriendo hacia lo profundo del bosque. El ladrón se lanzó a perseguirla, pero no consiguió ni rozar la manga de su vestido. Yo sólo miraba ese espectáculo, como si se tratara de una ilusión.
Tras haberla dejado escapar, el ladrón tomó las armas e hizo un único corte en la cuerda que me amarraba. Lo recuerdo susurrando mientras huía a esconderse fuera del bosque: “Lo que está en juego ahora es mi vida”. Después de eso, todo quedó en silencio. No, se oía la voz de alguien que lloraba. Me liberé de la cuerda y presté atención a aquel sonido. ¿Pero acaso no era yo mismo quien lloraba? (Por tercera vez, un largo silencio).
Por fin levanté mi cuerpo extenuado del pie del cedro. Frente a mis ojos refulgía una daga que mi mujer había dejado caer. La tomé en mis manos y de un golpe me la enterré en el pecho. Una especie de masa acre subió por mi garganta. Sin embargo, no sentí ningún dolor. A medida que el frío penetraba en mi cuerpo, todo a mi alrededor se cubría de silencio. ¡Ah, qué quietud aquella! En el cielo sobre el bosque no había ni un solo pájaro cantando. Sobre las copas de los árboles sólo flotaba una luz triste que también se iba desvaneciendo poco a poco. Ya no se ven los cedros ni los bambúes... Tendido en el suelo, un profundo silencio me fue envolviendo.
En ese momento, sin hacer ruido alguno, alguien se acercó hasta donde yo estaba. Intenté mirar en su dirección, pero todo a mi alrededor se cubrió de penumbras. Alguien... La mano de ese alguien a quien no vi sacó suavemente la daga de entre mi pecho, al tiempo que mi boca se llenaba de nuevo de un borbotón de sangre. Me hundí entonces y para siempre en la oscuridad del más allá.


Febrero del décimo año de la era Taisho (1921)

[1] Kebiishi era el organismo encargado de juzgar y procesar los asuntos criminales en la capital. Fue instaurado a principios de la era Heiyan (hacia 810 A.D.) y perdió importancia a medida que la casta samurai ganaba fuerza. Fue desmantelado hacia el año 855 A.D.
[2] En el sistema antiguo, un Cho equivalía aproximadamente a 109 metros.
[3] En el sistema antiguo, la talla se daba en Shaku (alrededor de 30 centímetros) y Sun o Ki (aproximadamente a 3 centímetros). Puesto que era obvio que tendría más de cuatro Shaku, se omitía la mención a éstos. El caballo, pues, debía tener una alzada de aproximadamente un metro con treinta y tres centímetros.
[4] Ésta es una alusión al sutra Kongó Hannya.
[5] En el sistema policial del Kebiishi, algunos condenados podían recibir una rebaja de penas a cambio de cumplir labores encubiertas. Éstos eran conocidos como Hoomen.
[6] Pindola-bharadvaja fue uno de los discípulos de Buda. Probablemente se refiera a una estatua en dicho templo.
[7] Bosatsu: Bodhisattva; según el budismo, persona que ha alcanzado o está en el camino de alcanzar la iluminación. Es una referencia a las esculturas o imágenes de los miles de Bodhisattvas.
[8] Kannon: Bodhisattva de la compasión, generalmente presentada bajo la forma de una mujer.

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